Hace tiempo que noto que, cuando no estoy en mi departamento, alguien me lo ordena. Ya sé que me quejo desde mi privilegio de persona vaga que cumple su sueño de que alguien le resuelva la vida, pero es perturbador llegar a tu casa y notar que todo está ligeramente modificado. Si dejo una taza sin lavar, al volver está en el secaplatos. La toalla que tiré en el piso del baño aparece sola dentro del lavarropas. Además, me siento profundamente ofendido y juzgado por mis pequeños toques de dejadés maníaco-depresiva. Como si el ente este hubiera sido programado con la mirada de decepción de mi viejo cuando iba a verme jugar a Club Parque y no metía ocho goles por partido. Si algo no me venía venir en el arco narrativo de mi vida es que iba a estar siendo psicopateado por un ente abstracto que me acomoda las remeras por color. No creo en fantasmas, y menos en fantasmas con tanta vocación de limpieza. Aunque tampoco me llamaría la atención que en el centro de mi mono ambiente se haya gestado un ser servicial engendrado por ácaro, pelos y cenizas de cigarrillo con mente de aspiradora robot y el alma de una madre judía.
La teoría más fuerte es que alguien entra a mi casa. Una persona normal pensaría en alguna ex con copia de llaves, pero si alguna de mis ex pudiera entrar, me rayaría todos los vinilos de Led Zeppelin y Erykah Badu o me robaría el router. No las veo tan brillantes ni tan sutiles como para planear una venganza irónica de tal calibre. Para comprobar mi cordura —o mi locura, a esta altura da lo mismo— puse un cuchillo en el compartimento de los tenedores. Volví del gimnasio y el cuchillo estaba donde tenía que estar. Me dio terror. Ya no había duda de que alguien estaba entrando a mi casa. Y Miguel, que no sabe hablar, tampoco ayuda: su actitud imperturbable no me da ningún indicio de que algo anormal esté ocurriendo. O peor, el intruso le cae bien. Probablemente mejor que yo. Queda descartado como sospechoso también. Si va a imitar una conducta humana, va a ser la de tomarse el palo, no la de pasar Blem.
Probé filmar con la compu y el celular, pero desistí después de ver doce horas de material que podría titularse “Miguel duerme en diferentes puntos del departamento”. No estoy para eso. Entonces se me ocurrió comprar una camarita de seguridad, de esas que se activan con el movimiento. Me metí en Mercado Libre, empecé a leer reseñas, y ahí fue cuando presencié el verdadero horror. Un escalofrío me recorrió el cuerpo. Primero apareció una. Después, estaban por todos lados. Reseñas en tono humorístico. Decenas. Cientos. ¿Por qué no se está hablando de esto?
Reseñas larguísimas, escritas como si Fontanarrosa hubiese laburado en un call center. Opiniones redactadas con el humor forzado del taller de impro más pedorro y una puesta en escena para convencernos de lo bien que quedaron ante sus novias inventadas. Galperin, tengo tantos motivos para odiarte, pero este es, sin dudas, el peor. Dejá de tuitear boludeces y pelearte con arroba peronchoyricotero y poné orden en tu página. Uno quiere comprarse una simple camarita porque tiene el espíritu de una Kelly en su departamento y termina embarcado en una odisea literaria involuntaria, escrita por estandaperos frustrados. Mirá lo caliente que estaré que me salió una redundancia. Me quiero arrancar los ojos. No aguanto más. Necesito un trago. ¿El fantasma este sabrá hacer Martini?
*Donde puse “oxímoron” quise decir “redundancia”.
Estaba realmente MUY CALIENTE.
Gracias por la comprensión. O por el miedo de corregirme.
Pensé que estabas hablando de tu madre. Muy bueno